
Rev. Gustavo Martínez
Dios es digno de que le ofrezcamos lo mejor en el momento indicado, y Él se reserva el derecho de aceptar o de rechazar un sacrificio que no le es agradable.

Para el pueblo de Israel el sacrificio era fundamental, pues la única forma de acercarse a Dios era por medio del sacrificio. Diariamente, se debía derramar sangre de animales a fin de que los pecados de la nación fueran cubiertos. Sin embargo, tras entregar Su vida en sacrificio perfecto por la humanidad, Cristo entró una vez para siempre en el Tabernáculo de los Cielos, y Su sangre limpia del pecado a todo aquel que se rinde a Sus pies.
Dios es digno de que le ofrezcamos lo mejor en el momento indicado, y Él se reserva el derecho de aceptar o de rechazar un sacrificio que no le es agradable. Por ejemplo, Dios miró con agrado tanto a Abel como a su ofrenda, mas a Caín y su ofrenda le desagradaron (Génesis 4:5). Caín sabía que Dios no había aceptado su sacrificio y se enojó en gran manera por ello, porque el Señor siempre nos da testimonio acerca de si le agradamos o no. Y así también, las Escrituras contienen numerosos pasajes que hablan de la aceptación o del rechazo de Dios hacia un sacrificio que le ofreciera algún hombre.
En la dispensación de la gracia cambió por completo el tipo de sacrificio que el creyente debe ofrecerle a Dios, y así lo describe el apóstol Pablo: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1).
En el Antiguo Testamento, se tenía que amarrar los animales a los cuernos del altar, a fin de que no se escaparan. Mas nosotros, quienes hemos entendido la Palabra de Dios, debemos comprender que el acto del sacrificio del cristiano es un acto libre y voluntario. Conscientes de que Cristo se ofreció en sacrificio por nosotros, y de que Él nos libró de la muerte y del poder del pecado; ha de nacer en nuestro corazón el deseo de agradarle, de honrarle, de someternos a Dios y a Su Palabra.
El sacrificio se puede definir de dos maneras: 1) algo que nos cuesta en nuestra forma de vivir; 2) dejar o entregar algo que amamos por alguien a quien amamos aún más.
Dios sabe perfectamente el valor que puede tener algo o alguien para nosotros, y también cuanto amor le profesamos a una persona o a una cosa. Asimismo Dios conoce lo que nos impide rendirnos y someternos por completo a Él.
El Señor quería que Abraham le demostrara hasta dónde llegaba su amor por Él; porque el amor se vive, y se demuestra más con hechos, actitudes y acciones que con bellas palabras y promesas.
Abraham, por su parte se levantó al amanecer para realizar lo que Dios le había pedido, y cortar la leña para el futuro altar en el que sacrificaría a su hijo. Esto demuestra su diligencia y absoluta resolución para cumplir con la ordenanza de Dios (Génesis 22:3)
Abraham conocía y temía a Dios; por eso estaba dispuesto a agradarle con cualquier sacrificio que Él le pidiera. Por eso, cuando llegó al lugar que Jehová le había indicado, edificó el altar y ató a su hijo sobre la leña para degollarlo.
Dios se agradó de Abraham por cuanto su amor paternal nunca superó su amor hacia Dios. Y asimismo, el Señor no quiere que haya en nuestra vida nada mayor que nuestro amor por Él, ni siquiera nuestra propia vida. Muchas veces nos amamos más a nosotros mismos que a Dios. Amemos, pues, a Dios por encima de todas las cosas, y nuestra propia vida tendrá menos valor por nosotros que el Señor.
Todo sacrificio que llevamos a cabo ha de ser dedicado a Dios y no a los hombres, por cuanto éste estriba en una prueba de amor dedicada exclusivamente a Dios. Sin embargo, también el Señor se agrada que obedezcamos Su palabra en todo lo que hacemos.
Al respecto, el profeta Samuel dijo a Saúl unas palabras que todavía hoy son una realidad: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, Él también te ha desechado para que no seas rey” (1 Samuel 15:22-23).
Dios se agrada más del corazón obediente que de muchos sacrificios y obras vanas que podamos hacer en Su nombre. ¿De qué nos sirve, pues traer sacrificios y hacer muchas cosas a favor de la obra de Dios, si somos desobedientes y hacemos las cosas a nuestra manera y no a la manera de Dios? Saúl hizo las cosas a su forma, y como él creía que era conveniente hacerlas; pero su desobediencia le costó el reino y más adelante su propia vida.
En algunas circunstancias, Dios tiene que quebrantarnos porque no hacemos las cosas tal y como Él nos las ha ordenado. Así sucedió cuando David quiso trasladar el arca a Jerusalén a su manera, y sin consultar el libro de la ley, en el cual Dios revela cómo tenía que ser transportada el arca sobre los hombros de los levitas. Por consiguiente, aunque la intención y el acto de David eran muy nobles y llenos de amor, la desobediencia a la Palabra de Dios le costó la vida a Uza, quien tocó el arca para que no se cayera del carro donde la habían montado.
Dios quiere que le ofrezcamos un sacrificio según Sus ordenanzas, y no a nuestros estilo o gusto. Cuando hacemos las cosas como queremos, Dios tiene que quebrantarnos para que entendamos que no tenemos el dominio sobre nuestra vida, sino que lo tiene Él. Amén.
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